jueves, 29 de octubre de 2015

Francamente querida...

-Tu problema Cami, es que nada te da igual.

Palabra más, palabra menos algo así fue que me dijo mi amiga un día que yo le contaba mis angustias y preocupaciones sobre vaya uno a saber qué tema. Fue rotunda en su declaración y terriblemente certera. Ahí estaba yo, soltando un montón de argumentos y explicaciones que justificaban mi mal estar, desconformidad y probablemente hastío, como tantas otras veces habíamos hecho las dos. Pero ese día, cuando la escuché decirme que mi problema era que nada me era indiferente fue como haber puesto el freno de mano de repente. Me quedé pasmada ante semejante revelación: ese es mi problema. Y me reí, mucho.

Hasta ese momento había pensado que esa era mi virtud, una de ellas por cierto. Creía que preocuparme y comprometerme con cuanta causa justa se me atravesara era un valor, y que las injusticias debían ser denunciadas sin excepción. Así las penas ajenas muchas veces terminaban siendo propias, las preocupaciones y problemas de los demás eran asuntos que, en mayor o menor medida, terminaba pensando cómo solucionarlos o al menos cómo ayudar.

Error. Tremendo error vivir así. No solo porque es muy tonto e ingenuo de mi parte, sino porque es tremendamente pesado y agotador.


Después de esa charla empecé a pensar qué pasaría si me fuera al otro extremo, si todo me importara nada. Si no tuviera causas que me movieran, si justo e injusto fueran lo mismo para mi, si alcanzar un objetivo o fracasar tuvieran el mismo valor, si perder o encontrar a alguien valioso me fuera indiferente.

Error. Tremendo error vivir así. No solo porque sería muy tonto e ingenuo de mi parte, sino porque es tremendamente vacío e insípido vivir así.

Hace un tiempo que me di cuenta que no puedo sacarme de encima eso de que la vida me afecta, soy así, va a ir conmigo siempre. La gente me importa, sigo prefiriendo lo profundo a lo superfluo, la alegría al sufrimiento, la amistad, la confianza y las ganas, antes que la apatía, la traición y el desgano. Pero también aprendí que no es conveniente dar todas las peleas, el mundo no se va a caer si dejo de preocuparme, los demás también tienen la fuerza y la sabiduría para solucionar sus propios problemas, y si no... sigue sin ser mi problema. 

La verdad es que más me vale administrar las fuerzas, moderar las expectativas, aprender a lidiar con la frustración y la incertidumbre, batallar con lo propio que ya es bastante, que andar cargando mochilas ajenas. Ojo que no estoy hablando de ser egoístas, ese es un extremo que te lleva directamente a la soledad y la mezquindad. Me refiero a ser justos, buenos, cuidadosos, amorosos y solidarios primero con nosotros mismos.

Así que cada tanto hago mías las palabras de Rhett Butler (Clark Gable) cuando en la escena final de la película Lo que el viento se llevó le dice a su amada Scarlett O'Hara (Vivien Leight): “Francamente querida, me importa un comino.” Palabras más, palabras menos dependiendo del doblaje.


viernes, 9 de octubre de 2015

Aprender del riesgo

Al parecer esto de tomar riesgos es un entrenamiento, siempre cuesta pero cada vez menos. Sigue dando vértigo pero es posible aprender a conocerse lo suficiente como para anticipar esas reacciones mentales, corporales, y actitudinales que intentan protegernos y alejarnos del peligro. Es como que te vas familiarizando con tus propios mecanismos de defensa que se activan automáticamente cada vez que se te ocurre una idea "loca": cambiar, hacer, soltar.

La duda, el miedo, la pereza, el criterio de lo conveniente o rentable, la necesidad de controlar todas las variables. Te trancan, te pesan, te paralizan, te hacen olvidar de lo que en verdad querés, eso que motivó primeramente tu idea loca. ¿Y si pierdo? ¿y si sale mal? ¿y si termino lastimada? ¿y si me doy cuenta que estaba equivocada?

Sí, claro, todo eso puede pasar, o no. Suponete que sucede, que te equivocás, sufrís, te sale mal. ¿Y qué? ¿qué hay con eso? ¿Qué pasa?....NADA. La vida sigue. Duele, sí; te sentís horrible, sí; sentís que fracasaste, sí. Es posible incluso que esos sentimientos se prolonguen en el tiempo y que sea muy difícil sacártelos de encima. Ya lo sé, no estoy tratando de decir esa tontería de "tranquilo, mañana el sol volverá a salir", como si eso hubiera consolado a alguien alguna vez. No soy tan ingenua. De lo que se trata es de aprender varias cosas de la experiencia de arriesgarse.

Primero que nada: arriesgarse no es lo mismo que ser negligente. Sí, muy lindo saltar al vacío, pero tampoco la pavada. Pensar, darle vueltas adentro de uno mismo, chequear qué sentimientos o sensaciones aparecen adentro cuando nos imaginamos haciendo tal cosa, y qué pasa si me imagino no haciéndolo. Si todo en mí grita que es una estupidez, seguramente lo sea. Si todo parece indicar que va a salir mal, seguramente no sea buena idea y va a ser mejor que le busque la vuelta hasta que la idea cierre mejor. Pero si honestamente no tengo dudas de que eso es lo que quiero hacer, entonces debería hacerlo. Al menos por una cuestión de fidelidad con uno mismo.

Segundo: que sea un riesgo asumido con alegría y convicción no asegura la falta de dificultades ni dolores. Si lo que usted quiere es no tener problemas, entonces no se arriesgue. Pero si lo que usted tiene es una causa, una motivación de esas que vale la pena, vaya preparado para la pena. Si lo vale lo vale, esa es una parte de la historia. La otra parte es que puede costar, incluso no funcionar como lo había previsto. Si no está preparado para la pena, entonces no se mienta y admita que no vale tanto.

Tercero: para tomar riesgos hay que ser valiente. Pero valiente no es el que no siente miedo, es el que se muere de miedo y aún así va para adelante. Ese que no tiene casi certezas, tiene mil preguntas, le tiemblan las rodillitas cuando intenta dar un paso, es totalmente consciente de su condición, pero sigue adelante. Como puede, con lo que tiene, pero sigue.

Cuarto: cuando se toma una decisión hay que hacerse cargo. Eso de elegir saltar y después  echarle la culpa a otro no vale. Hacerse cargo es ser responsable y consecuente.

Quinto: es fundamental aprender de lo vivido. Pasar por la experiencia de arriesgarse sin la disposición para aprender es una pérdida de tiempo. La acción o la opción tomada es importante en sí misma, pero lo que la vuelve más valiosa es el significado que para cada uno tiene. Por lo tanto, si el valor es relativo a cómo yo lo significo, entonces tengo la posibilidad de sacarle todo el jugo que quiera. Puedo trascender al salto en sí, reciclando la experiencia como una oportunidad de la cual aprendí. 

Si después de pasar por la experiencia de asumir riesgos usted fue capaz de al menos ir percibiendo e incorporando alguna de estas cosas, le aseguro que para la próxima será más fácil. No se trata de un manual para seguir paso a paso, se trata de un proceso, de ir haciendo experiencia de a poco. El aprendizaje es lo que nos permite volver a atrevernos pero costando un poquito menos.

miércoles, 19 de agosto de 2015

La vida en un vendaval

Estar en esta tierra.

Sentir el dolor ajeno.

Mirar  la cara de un adolescente que en su gesto grita dolor, miedo, esperanza y bondad a la vez.

Es un buen gurí, no hay duda. Pero a veces grita en vez de hablar, pega en vez de abrazar, se calla en vez de llorar.

La vida no le pasó por el costado, desde que nació no la tiene fácil. Me sonríe, me espera en la puerta, me hace chistes, se enoja conmigo porque le pido que se esfuerce. Como si ya no tuviera suficiente.

De repente lo pierdo de vista, se me escapó entre los dedos y yo tenía mil cosas más para decir, juegos para jugar, lecciones que aprender. Pero la verdad es que su vida es un vendaval, donde casi no puede mandar en su propio andar.

Dios sabrá, pienso, y confío que algo bueno pasará.

Nos volvemos a encontrar, ahora desde otro lugar. Descubro que confía en mi, que se acuerda de mi, y me cuenta.

La vida no le dio tregua, siguió batallando, le pegó en la cara más fuerte de lo que yo misma podría soportar. Y justamente no lo soporto, no soporto imaginarme lo que pasó, no soporto ni un poquito el desgarro de perder lo propio, lo amado, la trascendencia, la descendencia.

Y lloro por él, escribo por él, lo quiero abrazar al menos con el corazón.

Descubro entonces que es más fuerte de lo que yo pensaba, es más sabio porque supo aprender, que tiene el alma lastimada y el corazón limpio.

Es bueno, lo sé; es valioso, me lo demuestra; vale la pena, lo creo.

Al principio su vida me llenó de preguntas, escucharlo hoy me dio una certeza:
conocerlo es un regalo.

miércoles, 12 de agosto de 2015

Como cantar al unísono


¿Alguna vez escuchaste un coro cantar? Imaginate un coro donde nadie le hace caso al director, el tipo revolea los brazos con gran entusiasmo intentando marcar un inicio coordinado, al unísono, pero los coristas hacen lo que quieren. Algunos están muy entusiasmado por cantar en el coro así que prestan atención e inician su canto a la señal del director, pero sin embargo no tienen ni idea cuál es la nota con la que deben comenzar, nunca les quedó claro.

Hay otros coristas que hace mucho que están en el coro, incluso antes que el propio director, y de tanto ensayar, repetir, hacer lo que les dicen, se los comió el desgano y la frustración. Entre los coristas también están los que les gustaría que el coro funcione bien, gane competencias y cante cada día más lindo, pero no están cómodos con el lugar que les asignaron. Hay tenores cantando como barítonos, y sopranos que fuerzan su registro para cubrir la ausencia de mezzosopranos; esa gente se siente exigida, y cuando se lo han dicho al director éste les dice que por ahora no es lo que tienen. 

También están los solistas, los que les encanta el protagonismo y la responsabilidad de un solo, tanto que incluso uno tendería a pensar que el resto del coro es un absoluto lastre para ellos. Generalmente cantan muy bien, pero les cuesta acompasar su canto y su esfuerzo con el resto de los cantores.

El coro no tiene claro si ensayan para competir en concursos de coros, o si más bien el objetivo es juntarse, cantar y pasarla bien. Tal vez por dinero, o por amor al arte, cualquiera sea el propósito, no está claro.
A pesar de las dificultades el coro canta. Canta como puede, cada uno en su nota, canciones diferentes, con ritmos distintos, según a los coristas les va pareciendo que tienen que cantar. Se escucha feo, se pierde tiempo, el hastío se acentúa y los coristas, poco a poco, empiezan a dejar de creer que valga la pena, dejan de creer en sus compañeros, en ellos mismos.

Algo así sucede a veces en las organización e instituciones, en las empresas o en los colectivos de gente que se junta por ahí para hacer algo juntos. Hay momentos en que se pierde el para qué estamos, tanto que si alguien les preguntase, cada uno daría una versión diferente. Tal vez creas que alcanza con que “el manda más” lo tenga claro, al fin y al cabo el resto solo tiene que seguir sus indicaciones y el buen rumbo queda garantizado. Pues no, la verdad es que no alcanza; la cosa es más compleja. Tal como sucedía en el coro cabe la posibilidad de no hacerle caso al director, puede que la gente esté tan frustrada, cansada, incómoda o exigida que decidan guiarse por sus propios criterios y redondamente ignorar al jefe. Puede que los objetivos no hayan sido claramente enunciados nunca, o que las directivas dadas no sean apropiadas a las condiciones en que se desarrolla la tarea.
En fin, creo que la analogía con el coro está clara, y que más o menos podés ir imaginando los escenarios posibles en una empresa, institución o colectivo cuyos integrantes no logren “cantar al unísono”. La cuestión es qué hacer cuando esto sucede, cómo solucionarlo. Bueno, no hay recetas, hay opciones. La primera opción que se debe tomar es si queremos o no ese orden desordenado que el coro encontró para funcionar. Parece fácil la respuesta, pero requiere ser pensada con honestidad. ¿Queremos funcionar distinto? ¿queremos dejar definitivamente algunas actitudes de queja, comodidad y enojo, para adoptar otras más propositivas? ¿estamos dispuestos a asumir las consecuencias (esfuerzo, paciencia, procesos, cambios)?

Si la respuesta es honestamente que sí, entonces conviene intentar identificar los nudos fundamentales, aquello que entorpecen el funcionamiento y caldea el clima de convivencia. Revisemos todo y a diferentes niveles; condiciones materiales, vínculos humanos, sensibilidades, discursos, tradiciones, exigencias, logros. Todo lo que nos ayude a tener una visión global de cómo funcionamos y desentrañar esos mecanismos que nos trajeron hasta donde estamos.
 
Casi que inmediatamente se desprende la necesidad de tomar acciones para cambiar es favor del deseado canto afinado. Pero las acciones no pueden ser espontáneas, descoordinadas y aisladas unas de otras, más bien deben formar parte de un plan, de una serie de acciones y decisiones planificadas y meditadas. Es muy importante que las decisiones que se tomen sean coherentes con lo que se quiere lograr, tienen que estar perfectamente alineadas el medio con el cometido. Si quiero que las sopranos se sientan cómodas, coherente sería pedirles específicamente que canten dentro de su registro, no cambiarles la canción.

Habrás notado que la tarea de encarar el cambio no le corresponde ni específica ni exclusivamente a una persona, sino al conjunto. Cantar lindo o feo es un tema de todo el coro, cada uno desde su lugar es responsable de una parte, del éxito o fracaso que puedan alcanzar.





domingo, 21 de junio de 2015

Parecido no es lo mismo: idéntico.


La primera vez que viajé fuera del país lo hice sola. Entre muchas cosas que la gente me decía, mi madre y mi tía se empeñaban en recomendarme que debía cuidar el pasaporte como lo más sagrado. Me repetían una y otra vez que el pasaporte lo tuviera siempre conmigo, que lo cuidara con mi vida y que no me separe de él ni para ir al baño. Como ellas eran experimentadas en esto de tomar aviones y cruzar fronteras, yo las escuchaba e intentaba retener toda la información que me daban para evitar cualquier inconveniente que en el trayecto se me pudiera presentar. Según como ellas me lo presentaban el pasaporte iba a ser mi primer y último recurso ante momentos de dificultad. 


Los momentos de dificultad a los que se referían se podían presentar principalmente en el aeropuerto, donde varios funcionarios y policías de migraciones revisarían mi documento e intentarían establecer rápidamente su autenticidad y los motivos por los que yo quería ingresar a su país. Resulta que sobre todo les preocupaba que tuviera intenciones de quedarme en su país. Un ratito sí, instalarme no. 

Entre los datos que evalúan para permitir el ingreso o no, es tu país de origen; dependiendo de cuál sea se necesita una autorización expresa del consulado que avala las intenciones de regresar al lugar de origen, y si no es por turismo se tiene que declarar el motivo del viaje. En mi caso llevaba la visa de estudiante porque iba a quedarme más de tres meses estudiando en el país, pero además debía demostrar dónde me iba a alojar y con qué dinero me iba a mantener. En algunos casos incluso piden una carta de invitación de alguien que resida en el país y que responda por vos.

Cuál es tu origen, cuáles son tus intenciones, qué recursos tenés, quién te conoce y responde por vos, tu nombre, tu edad, de dónde venís y hacia dónde vas. Es todo lo que quieren saber. ¿Para qué? Para conocer tu identidad. El pasaporte es un documento de identidad y eso es lo que en un aeropuerto te define, te clasifica y te permite o no seguir adelante.

En definitiva mi madre y mi tía me prevenía de lo importante que era conservar mi identidad. En este caso mi identidad me daría libertades, accesos, seguridad, básicamente haría la diferencia entre ser alguien y ser nadie, entre ser aceptada y ser rechazada.


¿Cuál es la diferencia entre un turista y un vagabundo? La identidad. Cada uno construye su identidad sobre algunas nociones que nos parecen importantes, nos dan un lugar en el mundo respecto a otros, hablan de nosotros y nos hacen únicos. Pero, tal como ocurre en el aeropuerto, la identidad necesita ser validada por otros, tiene sentido si alguien más puede distinguirme de entre la muchedumbre, si puede asignarme características, reconocerme por mis méritos y finalmente nombrarme. Como me decía mi padre “no alcanza con ser, hay que parecer”. Los vagabundos son personas que perdieron el reconocimiento de los otros, no sabemos sus nombres ni sus historias.

La identidad se construye entonces solo a partir de su doble condición: la auto-definición y el reconocimiento de otros. Pensemos en las consecuencias que puede tener en la vida de las personas no tener una identidad definida. Personas donde la autodefinición no coincide con lo que otros dicen de ellos o les reconocen (migrantes cuyos estudios no son validados, ciudadanías negadas), situaciones de desarraigo de comunidades, grupos, círculos sociales. Se me ocurre pensar en aquellas personas que crecen sin saber quiénes son sus padres, sin conocer su historia familiar, por qué tienen el nombre que tienen. Andar por ahí con la identidad desdibujada hace que uno se sienta ajeno a sí mismo y agarrado a nada. Al final, mi madre y mi tía, sabían de qué hablaban.

domingo, 7 de junio de 2015

El mal del Super Héroe


En principio todos queremos a los super héroes, por algo son héroes. Arriesgan sus vidas para salvar las de otros, se esfuerzan al máximo para pelear contra los males de este mundo y rescatar a los débiles que están en peligro porque si no fuera por ellos terminarían mal. Todo eso es cierto, pero no lo es todo. 

Miremos la misma situación desde otro punto de vista y hagamos la siguiente lectura: los héroes se meten sin que nadie los invite, aparecen de repente en un lugar, interpretan la escena y rápidamente deciden quién es el bueno y quién es el malo, a quién hay que salvar y de qué. Sinceramente para mi ese sería otro súper poder, porque en la vida real eso de juzgar y sacar conclusiones rápidas no me resulta tan fácil. Por lo general cuando lo hago me equivoco, decido por alguien y termino metiendo la pata.

Si cualquiera se metiera así en mi vida, apareciera de repente sin ser invitado, y se tomara la atribución de decidir por mi lo que me hace bien o mal, lo que me conviene hacer y lo que no, y con toda seguridad dijera lo que es es bueno para mi, lo tomaría como un atrevido y metiche. Seamos honestos, ninguno de nosotros en su sano juicio aceptaría tranquilamente que otro se haga el súper héroe y se meta en nuestras opciones de vida.
Primer error del héroe: cree que sabe lo que es mejor para los demás.

Pero a Superman le perdonamos todo. Tanto que a veces lo imitamos, nos hacemos los héroes y creemos saber mejor que los demás lo que les conviene. Porque pobrecito es ignorante, pobrecita está sola, es frágil, vulnerable, no tiene herramientas, está excluido, no tiene oportunidades en la vida. 

¿Les suena esto? ¿Lo han escuchado alguna vez? Y lo que es más importante, ¿lo han dicho alguna vez? A quienes alguna vez hemos dedicado al menos media neurona, algunos minutos y un poquito de sensibilidad para darle algo propio a otro, eso se nos pasó por la cabeza. Porque cuando damos algo nos sentimos bien con nosotros mismos, el ego se regocija y sentimos que valemos. Es cierto, ciertamente valemos y mucho, tanto más si estamos dispuestos a desprendernos de algo propio para compartirlo. ¿Pero dónde queda el otro en todo esto? ¿Dónde queda el valor de ese otro que recibe de nosotros algo que muchas veces ni siquiera pidió? ¿estamos dispuestos a recibir? Más bien yo diría que la mayoría de las veces nos sorprendemos cuando nos ofrecen ayuda o comparten con nosotros un pedazo de torta dulce.

Segundo error del héroe: desconoce que los otros también tienen algo para dar, también son valiosos. 

Probemos de nuevo hacer una lectura distinta y mirar más allá: el héroe llega a la escena, rescata a una víctima pero nadie lo llamó; ¿por qué está ahí? Porque quiere.
Cuando nos hacemos los héroes lo elegimos, siempre es una opción que tomamos. Nadie nos obliga, ni siquiera la terrible circunstancia de estar frente a una injusticia. Claro que apremia, que presiona, que angustia y moviliza, pero siempre tengo la opción de intervenir o de quedarme en el molde, y si intervengo elijo el cómo y cuánto. Decidimos renunciar a nuestra comodidad, decidimos asumir responsabilidades que en principio no nos corresponden, decidimos trabajar gratis, dormir menos, comer mal, rendir al 101%. Y aunque nos estemos acercando a la vida de un mártir la renuncia y esfuerzo tiene sentido, nos reconforta y dignifica como personas porque es una opción que cada uno hace respecto a cómo gastar la vida. Por eso nos sentimos bien.

Tercer error del héroe: no sabe que el otro también se dignifica cuando decide, también puede elegir qué hacer con su vida; y tengo noticias, es altamente probable que elija algo con lo que nosotros no estamos de acuerdo.

miércoles, 20 de mayo de 2015

Silencio


En los salones de clase se pide silencio incesantemente porque se piensa que solo entonces los estudiantes están escuchando, porque hacer silencio es cosa de orden, de niños atentos y dóciles. 
En los hospitales la foto de la enfermera nos recuerda que debemos cuidarnos de no hacer ruido para no molestar, el silencio debe reinar. En los velorios y servicios religiosos el silencio es señal de recogimiento y respeto.
Dicen que el que calla otorga, que si no contestás una pregunta cuando alguien te habla sos un mal educado, y que los enamorados se entienden con solo mirarse. 
Cuando le pregunté a Matías si vivía con su madre apenas me miró, se encogió de hombros y no me dijo nada; duda, vergüenza, tristeza, nunca indiferencia.
Cuando subieron a robar al ómnibus no pude hablar, y cuando en una discusión ofendieron mi orgullo no pude más que callar para evitar devolver la gentileza.



Desde hace 20 años en Uruguay se marcha en silencio como forma de protesta, y hace más de 20 años que quienes saben el paradero de los desaparecidos callan invariablemente.
En las familias hay temas tabú, historias que no se cuentan o se dicen a medias. Hay miradas, gestos, ausencias que muy a su pesar evidencian lo que intentan ocultar. La redundancia y la repetición son maneras de tapar todo lo demás; hablar siempre de lo mismo nos queda cómodo y es seguro, pero evita que hablemos de lo molesto y urticante.
A veces es miedo lo que paraliza la voz, otras es cobardía y rencor lo que nos hace callar. El silencio es cómplice de la indiferencia y la discriminación, la injusticia se hace visible cuando nadie se pronuncia sobre el sufrimiento del prójimo. 
Cuántas cosas se esconden o se anuncian detrás del silencio, más bien convendría no enjuiciarlo a la ligera sino más bien andar con los oídos atentos y el corazón abierto. Tal vez así nos evitaríamos el inmenso error de creer que siempre es preferible al ruido, la voz, el grito o el llanto. La clave está en la oportunidad, es decir en lo oportuno o inoportuno que el silencio o el grito puedan resultar en un momento, en una discusión, en una revolución o en un festejo.

viernes, 8 de mayo de 2015

¡Abracadabra!


Nunca me gustaron mucho los magos. Ojo, no es personal, no es que tenga o haya tenido algún problema personal con algún mago o maga, seguramente sean buenas personas, o al menos habrá quienes lo sean y quienes no como en cualquier otro rubro. Incluso admito que la tarea de hacer trucos de magia requiere un entrenamiento metódico y una gran habilidad, de la cual no me jacto tener. Lo que no me gusta es esa situación ambigua en la que todos sabemos que nos están engañando y lo permitimos tranquilamente. Todos sabemos que el mago hace trucos, que nos quiere hace creer que donde hace veinte segundos había nada, ahora hay una paloma blanca, y sabemos que no es posible, que no es real. Si embargo nos sorprendemos, aplaudimos y le seguimos la corriente.

A veces sospecho que la gente hace un pacto del cual no soy parte que consiste en seguirle el juego al mago, hacerle creer que efectivamente nos está engañando, y todo para no herir sus sentimientos. Porque pobre tipo si después de realizar la proeza de cortar en tres pedazos el cuerpo de su asistente, el público empezara a mirar el techo distraídamente, conversara entre sí sobre la tabla de posiciones del campeonato de fútbol, o hiciera comentarios sobre el estado mental del tiempo “¡tiempo loco!”

Si ese pacto no existe no me explico cómo es que nadie reacciona a lo antinatural que tiene la situación mago-truco-público. Porque lo tiene, no lo pueden negar. ¿Qué hay de natural en un conejo saliendo de una galera? ¡Nada! Absolutamente nada. ¿Cómo llegó hasta ahí? ¿qué estaba haciendo antes de que el mago lo sacara? ¿Estaba esperando su turno para aparecer en escena? ¿Él también es parte del engaño, o es una víctima? Eso nadie se lo pregunta, no he visto gente interrogando al mago o al mismísimo conejo para averiguar los pormenores de semejante situación: un roedor saliendo de una prenda de vestir. Y sin embargo, si lo pensamos bien, es bastante raro.

Lo que sucede es que lo naturalizamos, hicimos natural lo que no lo es. ¿Por qué? Porque es más fácil sorprendernos y aplaudir que intentar hablar con el mago o el conejo. Porque queremos creer en algo, en la magia, en que lo imposible puede suceder; tiene algo de romántico. Porque el mago es encantador, nos envuelve en la ilusión bonita de hacer aparecer palomas y conejos de la nada. Porque no nos gusta asumir que somos engañados, a nadie le gusta sentirse un tonto, entonces hacemos a un lado el costado sórdido del espectáculo, la sospecha de que la paloma la está pasando mal adentro de una funda de tela solo para que yo me entretenga, la certeza de que todo es una puesta en escena, un montaje.

Y efectivamente existe un pacto, pero no para evitar herir los sentimientos de alguien, sino para sostener el espectáculo y evitar el desastre de desmantelar el engaño. El mago debe hacer sus trucos y lucir convencido de la verdad de su discurso; el público por su parte aplaudirá, reirá y exclamará oportunamente. Mientras cada uno cumpla con su parte, el show continuará.

Sin ánimos de sembrar la sospecha conspirativa o ponerme apocalíptica, pero se me ocurre que hacemos el mismo pacto en muchas otras ocasiones y ámbitos de la vida. Se me ocurre que muchas veces preferimos el engaño y la mentira antes que hacer preguntas y escuchar la verdad. Como si decir lo obvio, denunciar lo antinatural de las cosas, amenazara el equilibrio alcanzado. A mi que me perdone el mago y los aquí presentes, pero me parece raro que ese conejo salga de una galera.

lunes, 4 de mayo de 2015

¿Bailás?

“¿Bailás?” me dijo. “Bueno”, respondí, le acepté la mano que me tendía y me levanté de mi asiento, un poco nerviosa. Me paré frente a él, lo miré y noté que su cuerpo se ponía rígido, muy derecho y con la cabeza en alto. Con el brazo derecho me rodeó la cintura, o al menos eso supuse al ver su brazo extenderse por mi costado izquierdo y perderse tras de mí, apenas percibí sus dedos en mi espalda. Levanté mis brazos hasta tomarlo por los hombros, me acerqué un poco hacia él pero entre nosotros había aire, una distancia que a él parecía no molestarle y que yo no lograba entender. ¿Por qué estamos tan lejos?

Empezó a moverse siguiendo el ritmo de la canción y al primer movimiento de lado casi que me chocó, ahí recién me di cuenta que él estaba bailando. Me moví intentando seguirle el paso, llevar el ritmo con un mínimo de gracia y prestando atención a todo lo que me indicara cuál iba a ser su próximo movimiento. Pero no podía, no teníamos casi puntos de contacto como para recibir la información de su cuerpo, de sus músculos en movimiento que me permitieran siquiera evitar ser arrastrada por su brazo derecho. Levanté la cabeza, lo miré y sus ojos estaban al menos 15 centímetros por encima de los míos; miraba al horizonte. Nos pisamos dos, tres veces hasta que decidí detenerme y terminar con esa situación de desconexión descarada. ¿Cómo puedo seguirlo si ni siquiera sé para dónde va?, ¿cómo puedo hacerle saber para dónde y cómo me muevo yo si ni siquiera me está mirando?

Eso es lo que muchas veces sucede entre la gente y las instituciones. La intención es buena, estar cerca, hacer cosas juntos; la invitación es atractiva, organizarnos tras un bien común, aprender, divertirnos, bailar en aquel caso. Pero cuando la persona se acerca se encuentra con una organización rígida, con posturas prefabricada, diseñada desde hace tiempo para ajustarse a un ciudadano anónimo, a un joven X, una comunidad aleatoria, a cualquiera, a nadie. Como el brazo que formaba una curva al rededor de mi cintura que era capaz de rodear a una mujer más alta, más gorda, más ágil, menos grácil; daba igual quién se parara frente a él, la postura corporal iba a ser la misma.

Los puntos de contacto en el baile nos hubieran permitido intercambiar información y así adaptarnos uno al otro. Los puntos de contacto entre las instituciones y la gente funcionan igual: unen, disminuyen las distancias, les permiten a unos conocer al otro, intercambiar, flexibilizar, negociar acciones, tiempos, intereses, posibilidades. 

Se le llama dialogar, decir, escuchar, y dejarse afectar. Se le llama comunicación y no siempre es suficiente, ni efectiva ni se produce naturalmente. Hace falta estar dispuesto no sólo a decir, sino también a escuchar y a aceptar la transformación. 

Las instituciones, como las personas, como el chico que creyó que estaba bailando conmigo, a veces pierden de vista ese trinomino que supone la comunicación y suponen que si algo falla, que si el otro se va el equivocado es el otro. Se dicen cosas como “no tienen interés suficiente”, “la gente no participa”, “la gente no se compromete”, “les damos todo y sin embargo no lo aprovechan”. Igual que seguramente el chico pensó que yo no quería bailar.

Tomar conciencia de nosotros, de cuán rígidos, receptivos o capaces de dialogar somos, es un buen primer paso. Cambiar, adaptarse, escuchar, transformar con otros es una opción y se aprende, se trabaja. ¿Estás dispuesto a dialogar? ¿estás dispuesta a comunicarte? Te tiendo una mano y te invito: ¿Bailás?

viernes, 1 de mayo de 2015

Depende como lo quieras mirar

Conocí a Hernán el año que empezó primero de liceo, tenía trece años pero su altura era casi como la mía. Al principio pensé que era un niño serio, entre rebelde y malhumorado. Me miraba con un poco de distancia y supuse que sería un desafío para mi acercarme y generar la confianza necesaria en un proceso de aprendizaje. Sin embargo me equivoqué, como muchas otras veces. A los pocos días descubrí que Hernán era un adolescente sensible, simpático, observador y divertido; y como si fuera poco no fui yo la que se acercó, sino él quien me permitió acercarme y me hizo saber que podíamos confiar el uno en el otro.

La mayor parte del tiempo que compartía con Hernán yo intentaba ayudarlo con los deberes del liceo, le explicaba lo que no le había quedado claro, lo animaba a esforzarse y estudiar, y a no abandonar. Sin embargo esa no era su prioridad. En alguna de nuestras charlas me contó que en realidad él no quería ir al liceo porque no le gustaba lo que aprendían. “¡Qué novedad!” pensé yo con ironía, a la mayoría de los adolescentes no les gusta ir, pero eso no es motivo suficiente para dejar de hacerlo. Un montón de veces me había enfrentado yo a esa falta de interés y rechazo a lo que el liceo tenía para ofrecerles a los estudiantes. Así que después de dejarle claro que algo iba a tener que estudiar, que la dificultad del camino no era motivo para renunciar a las metas, y cómo se le reducían las opciones en la vida si él a los trece años decidía no seguir estudiando, pasamos a la segunda fase del diálogo. “¿Y entonces qué pensás hacer? ¿cuál es tu plan?” La respuesta: “no sé.” Punto y aparte.

Hernán no sabía qué quería hacer pero sí sabía lo que no quería hacer. A partir de ahí mi objetivo cambió; hasta entonces había sido hacer lo posible para que no abandonara el liceo y terminara primer año, ahora mi meta era ayudarlo a encontrar algo que lo entusiasmara hacer. Busqué información, pregunté a colegas y conocidos sobre diferentes programas y cursos que pudieran ser opciones válidas para él. Le conté lo que pude averiguar, le fui explicando en qué consistían cada uno de los cursos (en la medida de mis posibilidades), cuáles eran los requisitos y las exigencias. Por ahí, en medio de mi palabrerío, Hernán me interrumpió: “¡Eso! Lo que dijiste de los caballos me gusta!”. Cuidado y mantenimiento de caballos.

Les cuento el final de la historia: no aprobó el primer año de liceo, y lo de los caballos no pudo ser. Entonces me pregunto, NOS pregunto: ¿hubo fracaso? ¿Fracasé yo en mi tarea como educadora porque Hernán no aprobó el curso? ¿Fracasó Hernán? Depende como lo quieras mirar. Si miramos los resultados, probablemente tenga que admitir que sí hubo fracaso, al fin y al cabo el curso no lo aprobó. Pero si miro el proceso, si miro la vida de Hernán, que es lo que realmente importa en todo esto, tengo que admitir que fue un triunfo rotundo. En un año pasó de no encontrar interés en lo que estudiaba y no saber qué hacer, a entusiasmarse con algo y tener un plan. Y además en el camino confió en sus educadores, no perdió la sonrisa, estuvo abierto a opciones y tomó una decisión. Para mi fue un gol en la hora.

lunes, 27 de abril de 2015

Salto al vacío


Es una metáfora conocida y a cada uno le significa distinto, la completa con aquello que le resulta arriesgado, difícil de encarar porque trae incertidumbre y dudas. Pero al mismo tiempo es aquello que te mueve, lo visceral, lo que atraviesa tu ser una y otra vez a pesar de que la cabeza no encuentra razones para hacerlo.


En mi caso, una vez fue dejar los trabajos que tenía. Pero no estoy hablando de la típica historia, aunque no por eso menos válida, de “me harté de la oficina y la rutina, yo siempre quise ser artista y a eso me voy a dedicar”. Y de buenas a primeras el tipo largó todo y se puso a hacer cursos de cerámica, danza contemporánea y clown. No, por suerte para mi tenía trabajos que me gustaban, que los había elegido y que estaban bastante relacionados con mi formación, profesión y vocación (a no confundir que son tres cosas distintas).


Después de amasar la idea en mi cabeza, pasarla por el corazón y sentirla en las entrañas, resultó que no había otro camino posible para mi que soltar lo que tenía y seguir adelante con otras cosas. El tema era qué otras cosas. Porque lo que nadie dice de saltar al vacío es que una vez que tomás la decisión, tomás impulso, encontrás tu acantilado y saltás... después hay que seguir con algo. El tiempo en que uno está en el aire a veces son segundos, pero otras son días, semanas, meses... y la cabeza empieza a preguntar cuándo y dónde vamos a aterrizar. Y el corazón de a ratos se acelera por el vértigo y de a ratos se calma; y el ser empieza a mirar a los costados buscando respuestas, después te mira a la cara y cuando querés acordar te estás mirando vos mismo. ¿Y qué? ¿Cómo seguís? ¿Mientras tanto qué? ¿Cuál es el plan?


Yo no tenía un plan. Sabía, sentía que algo tenía que hacer distinto para conseguir resultados distintos; es lógico. Pero no sabía qué; no sé qué, todavía no lo sé. Entonces empecé a buscar, mi naturaleza no me permite estar quieta. A veces buscaba afuera, en personas, en lugares, en libros, en Yahoo respuestas (nunca se sabe). Otras veces buscaba adentro de mi, a veces me movía (literalmente), otras necesitaba quedarme quieta, totalmente, por horas (literalmente).


Básicamente lo que necesitaba era encontrar la manera de trabajar siendo yo, la dificultad es que eso no existe. Es decir, podría existir, no es imposible, pero no existe. Entonces me di cuenta que lo tengo que inventar. La creatividad estuvo remolona este tiempo, la concentración me fue infiel y la paciencia muchas veces fue hackeada por mi ansiedad. De a poco, con algunas claves descubiertas en este tiempo y alguna experiencia de vida en el bolsillo, se me ocurrió una opción que no me desagradó. Eso ya es algo.

¿Y si me tomo el tiempo de contarle a la gente lo que puedo hacer? ¿Y si les cuento para qué sirve eso que estudié? ¿Y si les comparto lo lindo que es ser comunicadora, educadora, animadora, y cuánto se puede aprender? ¿Y si les cuento cuál es mi vocación?

Así que allá voy, a saltar al vacío, poniendo en palabras y compartiendo con quien quiera leer, lo que aprendo, reflexiono y hago.

Y que cada uno y cada una tome de esto lo que le sirva, lo que le inspire, lo que le haga pensar, enojarse o reírse. Para mi todo eso es bienvenido.