Sentir el dolor ajeno.
Mirar la cara de un adolescente que en su gesto grita dolor, miedo, esperanza y bondad a la vez.
Es un buen gurí, no hay duda. Pero a veces grita en vez de hablar, pega en vez de abrazar, se calla en vez de llorar.

De repente lo pierdo de vista, se me escapó entre los dedos y yo tenía mil cosas más para decir, juegos para jugar, lecciones que aprender. Pero la verdad es que su vida es un vendaval, donde casi no puede mandar en su propio andar.
Dios sabrá, pienso, y confío que algo bueno pasará.
Nos volvemos a encontrar, ahora desde otro lugar. Descubro que confía en mi, que se acuerda de mi, y me cuenta.
La vida no le dio tregua, siguió batallando, le pegó en la cara más fuerte de lo que yo misma podría soportar. Y justamente no lo soporto, no soporto imaginarme lo que pasó, no soporto ni un poquito el desgarro de perder lo propio, lo amado, la trascendencia, la descendencia.
Y lloro por él, escribo por él, lo quiero abrazar al menos con el corazón.
Descubro entonces que es más fuerte de lo que yo pensaba, es más sabio porque supo aprender, que tiene el alma lastimada y el corazón limpio.
Es bueno, lo sé; es valioso, me lo demuestra; vale la pena, lo creo.
Al principio su vida me llenó de preguntas, escucharlo hoy me dio una certeza:
conocerlo es un regalo.
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