“¿Bailás?” me dijo. “Bueno”, respondí, le acepté la mano que me tendía y me levanté de mi asiento, un poco nerviosa. Me paré frente a él, lo miré y noté que su cuerpo se ponía rígido, muy derecho y con la cabeza en alto. Con el brazo derecho me rodeó la cintura, o al menos eso supuse al ver su brazo extenderse por mi costado izquierdo y perderse tras de mí, apenas percibí sus dedos en mi espalda. Levanté mis brazos hasta tomarlo por los hombros, me acerqué un poco hacia él pero entre nosotros había aire, una distancia que a él parecía no molestarle y que yo no lograba entender. ¿Por qué estamos tan lejos?
Empezó a moverse siguiendo el ritmo de la canción y al primer movimiento de lado casi que me chocó, ahí recién me di cuenta que él estaba bailando. Me moví intentando seguirle el paso, llevar el ritmo con un mínimo de gracia y prestando atención a todo lo que me indicara cuál iba a ser su próximo movimiento. Pero no podía, no teníamos casi puntos de contacto como para recibir la información de su cuerpo, de sus músculos en movimiento que me permitieran siquiera evitar ser arrastrada por su brazo derecho. Levanté la cabeza, lo miré y sus ojos estaban al menos 15 centímetros por encima de los míos; miraba al horizonte. Nos pisamos dos, tres veces hasta que decidí detenerme y terminar con esa situación de desconexión descarada. ¿Cómo puedo seguirlo si ni siquiera sé para dónde va?, ¿cómo puedo hacerle saber para dónde y cómo me muevo yo si ni siquiera me está mirando?
Eso es lo que muchas veces sucede entre la gente y las instituciones. La intención es buena, estar cerca, hacer cosas juntos; la invitación es atractiva, organizarnos tras un bien común, aprender, divertirnos, bailar en aquel caso. Pero cuando la persona se acerca se encuentra con una organización rígida, con posturas prefabricada, diseñada desde hace tiempo para ajustarse a un ciudadano anónimo, a un joven X, una comunidad aleatoria, a cualquiera, a nadie. Como el brazo que formaba una curva al rededor de mi cintura que era capaz de rodear a una mujer más alta, más gorda, más ágil, menos grácil; daba igual quién se parara frente a él, la postura corporal iba a ser la misma.
Los puntos de contacto en el baile nos hubieran permitido intercambiar información y así adaptarnos uno al otro. Los puntos de contacto entre las instituciones y la gente funcionan igual: unen, disminuyen las distancias, les permiten a unos conocer al otro, intercambiar, flexibilizar, negociar acciones, tiempos, intereses, posibilidades.
Se le llama dialogar, decir, escuchar, y dejarse afectar. Se le llama comunicación y no siempre es suficiente, ni efectiva ni se produce naturalmente. Hace falta estar dispuesto no sólo a decir, sino también a escuchar y a aceptar la transformación.
Las instituciones, como las personas, como el chico que creyó que estaba bailando conmigo, a veces pierden de vista ese trinomino que supone la comunicación y suponen que si algo falla, que si el otro se va el equivocado es el otro. Se dicen cosas como “no tienen interés suficiente”, “la gente no participa”, “la gente no se compromete”, “les damos todo y sin embargo no lo aprovechan”. Igual que seguramente el chico pensó que yo no quería bailar.
Tomar conciencia de nosotros, de cuán rígidos, receptivos o capaces de dialogar somos, es un buen primer paso. Cambiar, adaptarse, escuchar, transformar con otros es una opción y se aprende, se trabaja. ¿Estás dispuesto a dialogar? ¿estás dispuesta a comunicarte? Te tiendo una mano y te invito: ¿Bailás?
No hay comentarios:
Publicar un comentario