Nunca me gustaron mucho los magos. Ojo, no es personal, no es que
tenga o haya tenido algún problema personal con algún mago o maga,
seguramente sean buenas personas, o al menos habrá quienes lo sean y
quienes no como en cualquier otro rubro. Incluso admito que la tarea
de hacer trucos de magia requiere un entrenamiento metódico y una
gran habilidad, de la cual no me jacto tener. Lo que no me gusta es
esa situación ambigua en la que todos sabemos que nos están
engañando y lo permitimos tranquilamente. Todos sabemos que el mago
hace trucos, que nos quiere hace creer que donde hace veinte segundos
había nada, ahora hay una paloma blanca, y sabemos que no es
posible, que no es real. Si embargo nos sorprendemos, aplaudimos y le
seguimos la corriente.
A veces sospecho que la gente hace un pacto del cual no soy parte que
consiste en seguirle el juego al mago, hacerle creer que
efectivamente nos está engañando, y todo para no herir sus
sentimientos. Porque pobre tipo si después de realizar la proeza de
cortar en tres pedazos el cuerpo de su asistente, el público
empezara a mirar el techo distraídamente, conversara entre sí sobre
la tabla de posiciones del campeonato de fútbol, o hiciera
comentarios sobre el estado mental del tiempo “¡tiempo loco!”
Si ese pacto no existe no me explico cómo es que nadie reacciona a
lo antinatural que tiene la situación mago-truco-público. Porque lo
tiene, no lo pueden negar. ¿Qué hay de natural en un conejo
saliendo de una galera? ¡Nada! Absolutamente nada. ¿Cómo llegó
hasta ahí? ¿qué estaba haciendo antes de que el mago lo sacara?
¿Estaba esperando su turno para aparecer en escena? ¿Él también
es parte del engaño, o es una víctima? Eso nadie se lo pregunta, no
he visto gente interrogando al mago o al mismísimo conejo para
averiguar los pormenores de semejante situación: un roedor saliendo
de una prenda de vestir. Y sin embargo, si lo pensamos bien, es
bastante raro.
Lo que sucede es que lo naturalizamos, hicimos natural lo que no lo
es. ¿Por qué? Porque es más fácil sorprendernos y aplaudir que
intentar hablar con el mago o el conejo. Porque queremos creer en
algo, en la magia, en que lo imposible puede suceder; tiene algo de
romántico. Porque el mago es encantador, nos envuelve en la ilusión
bonita de hacer aparecer palomas y conejos de la nada. Porque no nos
gusta asumir que somos engañados, a nadie le gusta sentirse un
tonto, entonces hacemos a un lado el costado sórdido del
espectáculo, la sospecha de que la paloma la está pasando mal
adentro de una funda de tela solo para que yo me entretenga, la
certeza de que todo es una puesta en escena, un montaje.
Y efectivamente existe un pacto, pero no para evitar herir los
sentimientos de alguien, sino para sostener el espectáculo y evitar
el desastre de desmantelar el engaño. El mago debe hacer sus trucos
y lucir convencido de la verdad de su discurso; el público por su
parte aplaudirá, reirá y exclamará oportunamente. Mientras cada
uno cumpla con su parte, el show continuará.
Sin ánimos de sembrar la sospecha conspirativa o ponerme apocalíptica, pero se me ocurre que
hacemos el mismo pacto en muchas otras ocasiones y ámbitos de la
vida. Se me ocurre que muchas veces preferimos el engaño y la
mentira antes que hacer preguntas y escuchar la verdad. Como si decir
lo obvio, denunciar lo antinatural de las cosas, amenazara el
equilibrio alcanzado. A mi que me perdone el mago y los aquí
presentes, pero me parece raro que ese conejo salga de una galera.
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