viernes, 8 de mayo de 2015

¡Abracadabra!


Nunca me gustaron mucho los magos. Ojo, no es personal, no es que tenga o haya tenido algún problema personal con algún mago o maga, seguramente sean buenas personas, o al menos habrá quienes lo sean y quienes no como en cualquier otro rubro. Incluso admito que la tarea de hacer trucos de magia requiere un entrenamiento metódico y una gran habilidad, de la cual no me jacto tener. Lo que no me gusta es esa situación ambigua en la que todos sabemos que nos están engañando y lo permitimos tranquilamente. Todos sabemos que el mago hace trucos, que nos quiere hace creer que donde hace veinte segundos había nada, ahora hay una paloma blanca, y sabemos que no es posible, que no es real. Si embargo nos sorprendemos, aplaudimos y le seguimos la corriente.

A veces sospecho que la gente hace un pacto del cual no soy parte que consiste en seguirle el juego al mago, hacerle creer que efectivamente nos está engañando, y todo para no herir sus sentimientos. Porque pobre tipo si después de realizar la proeza de cortar en tres pedazos el cuerpo de su asistente, el público empezara a mirar el techo distraídamente, conversara entre sí sobre la tabla de posiciones del campeonato de fútbol, o hiciera comentarios sobre el estado mental del tiempo “¡tiempo loco!”

Si ese pacto no existe no me explico cómo es que nadie reacciona a lo antinatural que tiene la situación mago-truco-público. Porque lo tiene, no lo pueden negar. ¿Qué hay de natural en un conejo saliendo de una galera? ¡Nada! Absolutamente nada. ¿Cómo llegó hasta ahí? ¿qué estaba haciendo antes de que el mago lo sacara? ¿Estaba esperando su turno para aparecer en escena? ¿Él también es parte del engaño, o es una víctima? Eso nadie se lo pregunta, no he visto gente interrogando al mago o al mismísimo conejo para averiguar los pormenores de semejante situación: un roedor saliendo de una prenda de vestir. Y sin embargo, si lo pensamos bien, es bastante raro.

Lo que sucede es que lo naturalizamos, hicimos natural lo que no lo es. ¿Por qué? Porque es más fácil sorprendernos y aplaudir que intentar hablar con el mago o el conejo. Porque queremos creer en algo, en la magia, en que lo imposible puede suceder; tiene algo de romántico. Porque el mago es encantador, nos envuelve en la ilusión bonita de hacer aparecer palomas y conejos de la nada. Porque no nos gusta asumir que somos engañados, a nadie le gusta sentirse un tonto, entonces hacemos a un lado el costado sórdido del espectáculo, la sospecha de que la paloma la está pasando mal adentro de una funda de tela solo para que yo me entretenga, la certeza de que todo es una puesta en escena, un montaje.

Y efectivamente existe un pacto, pero no para evitar herir los sentimientos de alguien, sino para sostener el espectáculo y evitar el desastre de desmantelar el engaño. El mago debe hacer sus trucos y lucir convencido de la verdad de su discurso; el público por su parte aplaudirá, reirá y exclamará oportunamente. Mientras cada uno cumpla con su parte, el show continuará.

Sin ánimos de sembrar la sospecha conspirativa o ponerme apocalíptica, pero se me ocurre que hacemos el mismo pacto en muchas otras ocasiones y ámbitos de la vida. Se me ocurre que muchas veces preferimos el engaño y la mentira antes que hacer preguntas y escuchar la verdad. Como si decir lo obvio, denunciar lo antinatural de las cosas, amenazara el equilibrio alcanzado. A mi que me perdone el mago y los aquí presentes, pero me parece raro que ese conejo salga de una galera.

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