viernes, 1 de mayo de 2015

Depende como lo quieras mirar

Conocí a Hernán el año que empezó primero de liceo, tenía trece años pero su altura era casi como la mía. Al principio pensé que era un niño serio, entre rebelde y malhumorado. Me miraba con un poco de distancia y supuse que sería un desafío para mi acercarme y generar la confianza necesaria en un proceso de aprendizaje. Sin embargo me equivoqué, como muchas otras veces. A los pocos días descubrí que Hernán era un adolescente sensible, simpático, observador y divertido; y como si fuera poco no fui yo la que se acercó, sino él quien me permitió acercarme y me hizo saber que podíamos confiar el uno en el otro.

La mayor parte del tiempo que compartía con Hernán yo intentaba ayudarlo con los deberes del liceo, le explicaba lo que no le había quedado claro, lo animaba a esforzarse y estudiar, y a no abandonar. Sin embargo esa no era su prioridad. En alguna de nuestras charlas me contó que en realidad él no quería ir al liceo porque no le gustaba lo que aprendían. “¡Qué novedad!” pensé yo con ironía, a la mayoría de los adolescentes no les gusta ir, pero eso no es motivo suficiente para dejar de hacerlo. Un montón de veces me había enfrentado yo a esa falta de interés y rechazo a lo que el liceo tenía para ofrecerles a los estudiantes. Así que después de dejarle claro que algo iba a tener que estudiar, que la dificultad del camino no era motivo para renunciar a las metas, y cómo se le reducían las opciones en la vida si él a los trece años decidía no seguir estudiando, pasamos a la segunda fase del diálogo. “¿Y entonces qué pensás hacer? ¿cuál es tu plan?” La respuesta: “no sé.” Punto y aparte.

Hernán no sabía qué quería hacer pero sí sabía lo que no quería hacer. A partir de ahí mi objetivo cambió; hasta entonces había sido hacer lo posible para que no abandonara el liceo y terminara primer año, ahora mi meta era ayudarlo a encontrar algo que lo entusiasmara hacer. Busqué información, pregunté a colegas y conocidos sobre diferentes programas y cursos que pudieran ser opciones válidas para él. Le conté lo que pude averiguar, le fui explicando en qué consistían cada uno de los cursos (en la medida de mis posibilidades), cuáles eran los requisitos y las exigencias. Por ahí, en medio de mi palabrerío, Hernán me interrumpió: “¡Eso! Lo que dijiste de los caballos me gusta!”. Cuidado y mantenimiento de caballos.

Les cuento el final de la historia: no aprobó el primer año de liceo, y lo de los caballos no pudo ser. Entonces me pregunto, NOS pregunto: ¿hubo fracaso? ¿Fracasé yo en mi tarea como educadora porque Hernán no aprobó el curso? ¿Fracasó Hernán? Depende como lo quieras mirar. Si miramos los resultados, probablemente tenga que admitir que sí hubo fracaso, al fin y al cabo el curso no lo aprobó. Pero si miro el proceso, si miro la vida de Hernán, que es lo que realmente importa en todo esto, tengo que admitir que fue un triunfo rotundo. En un año pasó de no encontrar interés en lo que estudiaba y no saber qué hacer, a entusiasmarse con algo y tener un plan. Y además en el camino confió en sus educadores, no perdió la sonrisa, estuvo abierto a opciones y tomó una decisión. Para mi fue un gol en la hora.

1 comentario:

  1. Yo me pregunto cuál es la receta para vivir?? quiénes somos nosotros para intervenir en la vida del otro, sin duda tenemos nuestra mirada pero es nuestra y no la del otro. Lo más lindo de esto es acompañarlo en el proceso, ir junto a él buscando lo que le gusta, lo que ya no le gusta mas (es adolescente), saber qué piensa y cómo piensa. Cuando el otro se siente acompañado y no juzgado sin duda se abren otros horizontes. Gracias por esta reflexión Camila!

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