La primera vez que viajé fuera del país lo hice sola. Entre muchas cosas que la gente me decía, mi madre y mi tía se empeñaban en recomendarme que debía cuidar el pasaporte como lo más sagrado. Me repetían una y otra vez que el pasaporte lo tuviera siempre conmigo, que lo cuidara con mi vida y que no me separe de él ni para ir al baño. Como ellas eran experimentadas en esto de tomar aviones y cruzar fronteras, yo las escuchaba e intentaba retener toda la información que me daban para evitar cualquier inconveniente que en el trayecto se me pudiera presentar. Según como ellas me lo presentaban el pasaporte iba a ser mi primer y último recurso ante momentos de dificultad.

Los momentos de dificultad a los que se referían se podían presentar principalmente en el aeropuerto, donde varios funcionarios y policías de migraciones revisarían mi documento e intentarían establecer rápidamente su autenticidad y los motivos por los que yo quería ingresar a su país. Resulta que sobre todo les preocupaba que tuviera intenciones de quedarme en su país. Un ratito sí, instalarme no.
Entre los datos que evalúan para permitir el ingreso o no, es tu país de origen; dependiendo de cuál sea se necesita una autorización expresa del consulado que avala las intenciones de regresar al lugar de origen, y si no es por turismo se tiene que declarar el motivo del viaje. En mi caso llevaba la visa de estudiante porque iba a quedarme más de tres meses estudiando en el país, pero además debía demostrar dónde me iba a alojar y con qué dinero me iba a mantener. En algunos casos incluso piden una carta de invitación de alguien que resida en el país y que responda por vos.
Cuál es tu origen, cuáles son tus intenciones, qué recursos tenés, quién te conoce y responde por vos, tu nombre, tu edad, de dónde venís y hacia dónde vas. Es todo lo que quieren saber. ¿Para qué? Para conocer tu identidad. El pasaporte es un documento de identidad y eso es lo que en un aeropuerto te define, te clasifica y te permite o no seguir adelante.
En definitiva mi madre y mi tía me prevenía de lo importante que era conservar mi identidad. En este caso mi identidad me daría libertades, accesos, seguridad, básicamente haría la diferencia entre ser alguien y ser nadie, entre ser aceptada y ser rechazada.
¿Cuál es la diferencia entre un turista y un vagabundo? La identidad. Cada uno construye su identidad sobre algunas nociones que nos parecen importantes, nos dan un lugar en el mundo respecto a otros, hablan de nosotros y nos hacen únicos. Pero, tal como ocurre en el aeropuerto, la identidad necesita ser validada por otros, tiene sentido si alguien más puede distinguirme de entre la muchedumbre, si puede asignarme características, reconocerme por mis méritos y finalmente nombrarme. Como me decía mi padre “no alcanza con ser, hay que parecer”. Los vagabundos son personas que perdieron el reconocimiento de los otros, no sabemos sus nombres ni sus historias.
La identidad se construye entonces solo a partir de su doble condición: la auto-definición y el reconocimiento de otros. Pensemos en las consecuencias que puede tener en la vida de las personas no tener una identidad definida. Personas donde la autodefinición no coincide con lo que otros dicen de ellos o les reconocen (migrantes cuyos estudios no son validados, ciudadanías negadas), situaciones de desarraigo de comunidades, grupos, círculos sociales. Se me ocurre pensar en aquellas personas que crecen sin saber quiénes son sus padres, sin conocer su historia familiar, por qué tienen el nombre que tienen. Andar por ahí con la identidad desdibujada hace que uno se sienta ajeno a sí mismo y agarrado a nada. Al final, mi madre y mi tía, sabían de qué hablaban.
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