miércoles, 20 de mayo de 2015

Silencio


En los salones de clase se pide silencio incesantemente porque se piensa que solo entonces los estudiantes están escuchando, porque hacer silencio es cosa de orden, de niños atentos y dóciles. 
En los hospitales la foto de la enfermera nos recuerda que debemos cuidarnos de no hacer ruido para no molestar, el silencio debe reinar. En los velorios y servicios religiosos el silencio es señal de recogimiento y respeto.
Dicen que el que calla otorga, que si no contestás una pregunta cuando alguien te habla sos un mal educado, y que los enamorados se entienden con solo mirarse. 
Cuando le pregunté a Matías si vivía con su madre apenas me miró, se encogió de hombros y no me dijo nada; duda, vergüenza, tristeza, nunca indiferencia.
Cuando subieron a robar al ómnibus no pude hablar, y cuando en una discusión ofendieron mi orgullo no pude más que callar para evitar devolver la gentileza.



Desde hace 20 años en Uruguay se marcha en silencio como forma de protesta, y hace más de 20 años que quienes saben el paradero de los desaparecidos callan invariablemente.
En las familias hay temas tabú, historias que no se cuentan o se dicen a medias. Hay miradas, gestos, ausencias que muy a su pesar evidencian lo que intentan ocultar. La redundancia y la repetición son maneras de tapar todo lo demás; hablar siempre de lo mismo nos queda cómodo y es seguro, pero evita que hablemos de lo molesto y urticante.
A veces es miedo lo que paraliza la voz, otras es cobardía y rencor lo que nos hace callar. El silencio es cómplice de la indiferencia y la discriminación, la injusticia se hace visible cuando nadie se pronuncia sobre el sufrimiento del prójimo. 
Cuántas cosas se esconden o se anuncian detrás del silencio, más bien convendría no enjuiciarlo a la ligera sino más bien andar con los oídos atentos y el corazón abierto. Tal vez así nos evitaríamos el inmenso error de creer que siempre es preferible al ruido, la voz, el grito o el llanto. La clave está en la oportunidad, es decir en lo oportuno o inoportuno que el silencio o el grito puedan resultar en un momento, en una discusión, en una revolución o en un festejo.

viernes, 8 de mayo de 2015

¡Abracadabra!


Nunca me gustaron mucho los magos. Ojo, no es personal, no es que tenga o haya tenido algún problema personal con algún mago o maga, seguramente sean buenas personas, o al menos habrá quienes lo sean y quienes no como en cualquier otro rubro. Incluso admito que la tarea de hacer trucos de magia requiere un entrenamiento metódico y una gran habilidad, de la cual no me jacto tener. Lo que no me gusta es esa situación ambigua en la que todos sabemos que nos están engañando y lo permitimos tranquilamente. Todos sabemos que el mago hace trucos, que nos quiere hace creer que donde hace veinte segundos había nada, ahora hay una paloma blanca, y sabemos que no es posible, que no es real. Si embargo nos sorprendemos, aplaudimos y le seguimos la corriente.

A veces sospecho que la gente hace un pacto del cual no soy parte que consiste en seguirle el juego al mago, hacerle creer que efectivamente nos está engañando, y todo para no herir sus sentimientos. Porque pobre tipo si después de realizar la proeza de cortar en tres pedazos el cuerpo de su asistente, el público empezara a mirar el techo distraídamente, conversara entre sí sobre la tabla de posiciones del campeonato de fútbol, o hiciera comentarios sobre el estado mental del tiempo “¡tiempo loco!”

Si ese pacto no existe no me explico cómo es que nadie reacciona a lo antinatural que tiene la situación mago-truco-público. Porque lo tiene, no lo pueden negar. ¿Qué hay de natural en un conejo saliendo de una galera? ¡Nada! Absolutamente nada. ¿Cómo llegó hasta ahí? ¿qué estaba haciendo antes de que el mago lo sacara? ¿Estaba esperando su turno para aparecer en escena? ¿Él también es parte del engaño, o es una víctima? Eso nadie se lo pregunta, no he visto gente interrogando al mago o al mismísimo conejo para averiguar los pormenores de semejante situación: un roedor saliendo de una prenda de vestir. Y sin embargo, si lo pensamos bien, es bastante raro.

Lo que sucede es que lo naturalizamos, hicimos natural lo que no lo es. ¿Por qué? Porque es más fácil sorprendernos y aplaudir que intentar hablar con el mago o el conejo. Porque queremos creer en algo, en la magia, en que lo imposible puede suceder; tiene algo de romántico. Porque el mago es encantador, nos envuelve en la ilusión bonita de hacer aparecer palomas y conejos de la nada. Porque no nos gusta asumir que somos engañados, a nadie le gusta sentirse un tonto, entonces hacemos a un lado el costado sórdido del espectáculo, la sospecha de que la paloma la está pasando mal adentro de una funda de tela solo para que yo me entretenga, la certeza de que todo es una puesta en escena, un montaje.

Y efectivamente existe un pacto, pero no para evitar herir los sentimientos de alguien, sino para sostener el espectáculo y evitar el desastre de desmantelar el engaño. El mago debe hacer sus trucos y lucir convencido de la verdad de su discurso; el público por su parte aplaudirá, reirá y exclamará oportunamente. Mientras cada uno cumpla con su parte, el show continuará.

Sin ánimos de sembrar la sospecha conspirativa o ponerme apocalíptica, pero se me ocurre que hacemos el mismo pacto en muchas otras ocasiones y ámbitos de la vida. Se me ocurre que muchas veces preferimos el engaño y la mentira antes que hacer preguntas y escuchar la verdad. Como si decir lo obvio, denunciar lo antinatural de las cosas, amenazara el equilibrio alcanzado. A mi que me perdone el mago y los aquí presentes, pero me parece raro que ese conejo salga de una galera.

lunes, 4 de mayo de 2015

¿Bailás?

“¿Bailás?” me dijo. “Bueno”, respondí, le acepté la mano que me tendía y me levanté de mi asiento, un poco nerviosa. Me paré frente a él, lo miré y noté que su cuerpo se ponía rígido, muy derecho y con la cabeza en alto. Con el brazo derecho me rodeó la cintura, o al menos eso supuse al ver su brazo extenderse por mi costado izquierdo y perderse tras de mí, apenas percibí sus dedos en mi espalda. Levanté mis brazos hasta tomarlo por los hombros, me acerqué un poco hacia él pero entre nosotros había aire, una distancia que a él parecía no molestarle y que yo no lograba entender. ¿Por qué estamos tan lejos?

Empezó a moverse siguiendo el ritmo de la canción y al primer movimiento de lado casi que me chocó, ahí recién me di cuenta que él estaba bailando. Me moví intentando seguirle el paso, llevar el ritmo con un mínimo de gracia y prestando atención a todo lo que me indicara cuál iba a ser su próximo movimiento. Pero no podía, no teníamos casi puntos de contacto como para recibir la información de su cuerpo, de sus músculos en movimiento que me permitieran siquiera evitar ser arrastrada por su brazo derecho. Levanté la cabeza, lo miré y sus ojos estaban al menos 15 centímetros por encima de los míos; miraba al horizonte. Nos pisamos dos, tres veces hasta que decidí detenerme y terminar con esa situación de desconexión descarada. ¿Cómo puedo seguirlo si ni siquiera sé para dónde va?, ¿cómo puedo hacerle saber para dónde y cómo me muevo yo si ni siquiera me está mirando?

Eso es lo que muchas veces sucede entre la gente y las instituciones. La intención es buena, estar cerca, hacer cosas juntos; la invitación es atractiva, organizarnos tras un bien común, aprender, divertirnos, bailar en aquel caso. Pero cuando la persona se acerca se encuentra con una organización rígida, con posturas prefabricada, diseñada desde hace tiempo para ajustarse a un ciudadano anónimo, a un joven X, una comunidad aleatoria, a cualquiera, a nadie. Como el brazo que formaba una curva al rededor de mi cintura que era capaz de rodear a una mujer más alta, más gorda, más ágil, menos grácil; daba igual quién se parara frente a él, la postura corporal iba a ser la misma.

Los puntos de contacto en el baile nos hubieran permitido intercambiar información y así adaptarnos uno al otro. Los puntos de contacto entre las instituciones y la gente funcionan igual: unen, disminuyen las distancias, les permiten a unos conocer al otro, intercambiar, flexibilizar, negociar acciones, tiempos, intereses, posibilidades. 

Se le llama dialogar, decir, escuchar, y dejarse afectar. Se le llama comunicación y no siempre es suficiente, ni efectiva ni se produce naturalmente. Hace falta estar dispuesto no sólo a decir, sino también a escuchar y a aceptar la transformación. 

Las instituciones, como las personas, como el chico que creyó que estaba bailando conmigo, a veces pierden de vista ese trinomino que supone la comunicación y suponen que si algo falla, que si el otro se va el equivocado es el otro. Se dicen cosas como “no tienen interés suficiente”, “la gente no participa”, “la gente no se compromete”, “les damos todo y sin embargo no lo aprovechan”. Igual que seguramente el chico pensó que yo no quería bailar.

Tomar conciencia de nosotros, de cuán rígidos, receptivos o capaces de dialogar somos, es un buen primer paso. Cambiar, adaptarse, escuchar, transformar con otros es una opción y se aprende, se trabaja. ¿Estás dispuesto a dialogar? ¿estás dispuesta a comunicarte? Te tiendo una mano y te invito: ¿Bailás?

viernes, 1 de mayo de 2015

Depende como lo quieras mirar

Conocí a Hernán el año que empezó primero de liceo, tenía trece años pero su altura era casi como la mía. Al principio pensé que era un niño serio, entre rebelde y malhumorado. Me miraba con un poco de distancia y supuse que sería un desafío para mi acercarme y generar la confianza necesaria en un proceso de aprendizaje. Sin embargo me equivoqué, como muchas otras veces. A los pocos días descubrí que Hernán era un adolescente sensible, simpático, observador y divertido; y como si fuera poco no fui yo la que se acercó, sino él quien me permitió acercarme y me hizo saber que podíamos confiar el uno en el otro.

La mayor parte del tiempo que compartía con Hernán yo intentaba ayudarlo con los deberes del liceo, le explicaba lo que no le había quedado claro, lo animaba a esforzarse y estudiar, y a no abandonar. Sin embargo esa no era su prioridad. En alguna de nuestras charlas me contó que en realidad él no quería ir al liceo porque no le gustaba lo que aprendían. “¡Qué novedad!” pensé yo con ironía, a la mayoría de los adolescentes no les gusta ir, pero eso no es motivo suficiente para dejar de hacerlo. Un montón de veces me había enfrentado yo a esa falta de interés y rechazo a lo que el liceo tenía para ofrecerles a los estudiantes. Así que después de dejarle claro que algo iba a tener que estudiar, que la dificultad del camino no era motivo para renunciar a las metas, y cómo se le reducían las opciones en la vida si él a los trece años decidía no seguir estudiando, pasamos a la segunda fase del diálogo. “¿Y entonces qué pensás hacer? ¿cuál es tu plan?” La respuesta: “no sé.” Punto y aparte.

Hernán no sabía qué quería hacer pero sí sabía lo que no quería hacer. A partir de ahí mi objetivo cambió; hasta entonces había sido hacer lo posible para que no abandonara el liceo y terminara primer año, ahora mi meta era ayudarlo a encontrar algo que lo entusiasmara hacer. Busqué información, pregunté a colegas y conocidos sobre diferentes programas y cursos que pudieran ser opciones válidas para él. Le conté lo que pude averiguar, le fui explicando en qué consistían cada uno de los cursos (en la medida de mis posibilidades), cuáles eran los requisitos y las exigencias. Por ahí, en medio de mi palabrerío, Hernán me interrumpió: “¡Eso! Lo que dijiste de los caballos me gusta!”. Cuidado y mantenimiento de caballos.

Les cuento el final de la historia: no aprobó el primer año de liceo, y lo de los caballos no pudo ser. Entonces me pregunto, NOS pregunto: ¿hubo fracaso? ¿Fracasé yo en mi tarea como educadora porque Hernán no aprobó el curso? ¿Fracasó Hernán? Depende como lo quieras mirar. Si miramos los resultados, probablemente tenga que admitir que sí hubo fracaso, al fin y al cabo el curso no lo aprobó. Pero si miro el proceso, si miro la vida de Hernán, que es lo que realmente importa en todo esto, tengo que admitir que fue un triunfo rotundo. En un año pasó de no encontrar interés en lo que estudiaba y no saber qué hacer, a entusiasmarse con algo y tener un plan. Y además en el camino confió en sus educadores, no perdió la sonrisa, estuvo abierto a opciones y tomó una decisión. Para mi fue un gol en la hora.